martes, 10 de marzo de 2015

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Nadando kilómetros en un mismo mar…

Estoy sentada en una hamaca en la playa de Calamocarro. Regresé a Ceuta, mi tierra, con el único fin de pasear una semana entre playas de mares cercanos y, desde aquí, dejarte a ti, que me lees, este pequeño legado.

Soy escritora —eso dicen los que se  acercan a mis textos—, pero quizás me gustaría llamarme, simplemente,  «narradora de historias vividas o por vivir».

Una tarde observé a un hombre a lo lejos. Caminaba entre piedras y olas enfurecidas. El viento le había  arrancado el tesoro que llevaba entre sus manos para enterrarlo en la arena del mar.

Seguí mirando el mar. Refrescaba. El sol iniciaba su crepúsculo. Sentí frío y mantenía la imagen del anciano clavada en mis pensamientos. Miré nuevamente al horizonte y apenas divisé figura alguna. La brisa  me ayudó a levantar mi puesto de centinela sobre Gibraltar, y mis pies, ya erguidos sobre la arena de la cala,  me animaron  a conquistar la tierra firme de mis añoranzas.

El poniente y  el hombre, descalzo sobre sus  huellas en la orilla, me transportaron  a las horas marcadas en el reloj de mis años ya vividos. Al llegar a casa sentí la necesidad de cerrar los ojos y abrir ventanas al alma para  sentir la fuerza de mis días pasados y, con ellos, mis recuerdos.

Querida ciudad, hoy recuerdo a una niña correteando por tus calles. Mi mente camina buscando rincones del barrio de mi infancia, barrio de paredes blancas, adornadas con macetas de geranios colgadas de los barrotes de las ventanas; barrio con sus puertas jamás cerradas, donde tiras de cuerdas hacen  de cortinajes invitando a adentrarse en estancias no privadas. En cada  porche una silla invitaba, con el frescor del verano, a pasar atardeceres conversando con vecinos.

Querido Mediterráneo, hoy añoro el olor a salitre, los pies pisando tus olas, los niños jugando mientras coleccionaba fotos de cantantes de moda. Desde esta estancia impregnada por espumas comienzo el relato garabateando imágenes sobre  mi mesa de cerezo, y miro la vieja fotografía arrugada, arenosa y humedecida por el sudor de unas manos, semienterrada en el destierro. ¡Bonita foto, bonitos años!
Están abiertas las cristaleras de la habitación donde escribo. Me gusta sentir el aire fresco. Desde este sillón puedo observar cómo el mar adquiere un color agrisado mientras se funde con el cielo, un cielo tormentoso donde nubes juguetonas se han vestido de gris en este día de otoño.

Esta tarde puedo oler la sal y los volaores secándose en la almadraba. El aroma del mar se ha adueñado de lo que escribo. Nací en Ceuta y emigré, ya adulta, a Novacala, donde viví bajo  kilómetros de distancia de un mismo manto. Nadé de un mar al mismo mar buscando cantos de sirenas que no comportaran engaños, cantos que me devolvieran  nuevamente a ti, querido Estrecho. Aquí estoy en mi Ceuta, escribiendo sobre una cuartilla en mi mesa de cerezo, aquí, con mi vestido burdeos. Pienso en mí, en ti y en tiras de cuerdas invitando a entrar. ¡Cortinas de puertas no privadas!

Mientras escribo se agolpan en mí los instantes pasados, reaparecen personajes que construyeron la biografía conjunta de mis  escalones vividos,  y remarco la ausencia de algunos de ellos en los últimos peldaños de la escalera que me fue otorgada al nacer.

Aquí me tienes, redactando sobre esta  mesa barnizada, cerrando los ojos y visitando pasajes de melancolía, vistiendo esta página de frases tiernas, consciente de que solo se saborea el paso de los años con la lejanía. Hoy  suena un fado que marca el ritmo de la pasión de mis días.

Puedo escuchar los pasos de gentes de antaño que siguen rutinas sin descanso entre casas encaladas donde los vientos del levante impregnan las paredes e invitan  a crecer  parras en patios interiores. Las personas  no detienen sus vidas ya que los relojes, dueños del tiempo, impiden que los momentos se sucedan. La vejez de sus relojes les invita a recordar la juventud perdida y la ancianidad encontrada, así como el momento de la despedida.

Hoy regresé a Ceuta para sentir cerca el mar. Lugar mágico, olas de hilos que se enhebran y pinchan con sus agujas para coser las redes del recuerdo. Querida ciudad, en mi memoria apenas has cambiado con el paso del tiempo. El paseo cercano al puerto conserva intactas las calles con adoquines de barro, y las ancianas palmeras saludan al mar con reverencias. Pero lo cierto es que aquí, junto a una  barandilla, la vida se paró hace dos años frente a la antigua lonja de pescadores. Aquí, donde las redes salpican el cemento, las olas rompen la calma de la costa, y aquí, junto al mar, los relojes detuvieron sus manillas.

Las horas juegan con ventaja sobre las personas ya que ganan la batalla de los años y hacen aflorar las arrugas de lo vivido cada día. El tiempo pasa, los relojes no detienen los días, pero sí detienen las vidas de seres que no regresan con el amanecer. Solo recordarlos hace que el tiempo retroceda marcando horas imborrables en mentes amigas. El tiempo es cruel. Deja huellas, duele y crea vacíos difíciles de llenar.

Permanezco inmóvil sentada al borde del reloj para evitar que  las manecillas me hagan perder el equilibrio. Pero el segundero es imparable. Yo deseo sujetarlo fuerte y controlar, uno a uno, los minutos de mi vida. Me sujeto fuerte al borde y me abrazo a su esfera, pero el marcador  es inflexible y no me deja el control, no me lo permite.

Al pasar las horas se amontonan en la estancia reservada a las esperas los momentos no llegados, y se acumulan enjambres vacíos que provocan huecos insalvables en tiempos futuros. Negar la existencia del paso del tiempo es negar la existencia del tiempo en sí mismo, ya que el paso de la noche al amanecer es el marcador inequívoco de lo que nos queda por vivir.

Relojes, apartaos de las paredes,
desistid de vuestro empeño.
¡Hoy es mi hoy, es mi tiempo!
Permitid la gracia de parar manillas.
Mañana os ofrezco mi espejo.
¡Pero Hoy es mi hoy!

¡Apartaos, relojes!
¡Hacedme paso en el tiempo muerto!
Abrid caminos donde pueda transitar
sin pensar en horas de descuento.

Aquí, en mi mesa de cerezo,
reemprendo el relato de mis horas navegantes
entre las olas siempre movidas de mis sentimientos. 

Yo, la que narra, tengo la obligación de aclarar que esta historia que os escribo, como la mayoría de las historias, es una historia corriente, sin grandes dramas. Hoy os presento una vida entre tantas otras, e incluso me atrevería a decir que estas palabras encadenadas para formar frases podrían ser sentimientos compartidos por muchas personas.

Yolanda, la protagonista, es la Yolanda que trabajaba en la fábrica, aquella mujer  que se emocionaba al mirar a un niño sin zapatos, la dama  que envestía con fuerza, la que amó, la que lloraba cuando estaba sola, aquella señora fiel a sus citas, la que vivió viviendo. Mi amiga, al fin y al cabo.

A ella le dedico mis paseos por la orilla de esta playa atlántica.

Recuerdo que cada tarde de verano iba a buscar a mi amiga Yolanda. Ella, siempre puntual, con su vestido de tirantes y el pelo recogido en una cola, esperaba sentada en el poyete de su casa. Sus brazos cruzados indicaban que llevaba esperando pacientemente bastante tiempo sobre la acera. Su cara siempre fue un reflejo de emociones que desvelaba su estado de ánimo con solo mirar sus ojos. Mi querida amiga no engañaba a nadie. Incluso sin mediar palabra se adivinaban sus pensamientos.

Años cuarenta de un siglo ya acabado donde yo sentía la necesidad de saltar sobre tablas de maderas empapadas, sobre cajas de caballas envueltas en algas que se enredaban entre sí y que se resistían a ser alejadas de los mares cercanos.

Hace ya tiempo que las antiguas empresas familiares, como los comercios de radios y de mantelerías, fueron cerrando sus puertas, lo que propició que los jóvenes se marcharan a la península en busca de nuevos horizontes. Las pequeñas factorías  de conservas y salazones  ya no acogen el ir y venir de chicas con livianos delantales. Se han silenciado las risas en las paradas de los autobuses ya que las colas de antaño son inexistentes, y los bolsos de las muchachas ya no sostienen delantales, cuchillos o pañuelos de cabeza para el manipulado del pescado.

El turismo no se detiene en mi ciudad. El precio de los trasbordadores del Estrecho que  unen Algeciras con Ceuta aumentó notablemente, y ahora se prefiere viajar en cruceros de mares desconocidos y discotecas de ritmos caribeños. Los viajeros ya no compran sábanas bordadas. Pasan de largo  bendiciendo la tranquilidad de los rincones y las plazas donde puedes sentarte en los cálidos atardeceres de otoño  y  respirar el aroma de las azucenas dormidas desde agosto.

Cerca del centro de la ciudad una vieja fábrica de grandes ventanales recuerda vidas pasadas, chicas con faldas rectas y camisas relucientes, Señores Santa Eulalia, jóvenes con zapatos de tacón, años cincuenta de un siglo ya acabado. Los lugareños piensan que pronto construirán unos grandes almacenes que darán vida a la vieja fábrica, pero lo cierto es que el edificio no está en venta. Y mucho me temo que no se venderá jamás hasta que alguien no se asome a sus barrotes.
                                                
Cristina Cifuentes, 2000.


2 comentarios:

  1. Me siento identificado en el transcurrir del relato, pués también el tiempo reflejado en esas manecillas, ha sido implacable, recordandome mis tiempos pasados haciéndome recordar, mi infancia y mi presente, cuando mi familia emigró a Barcelona, yendo a parar al costado del Borne, cuando con tres añitos, andaba casi todo el día solo, entre esas calles tan angostas, cuando entraba en el Borne y me encarama al primer puesto que encontraba pidiendo unas almendras, una manzana o lo que fuere, siempre me daban algo;vivíamos realquilados y no había agua caliente, como gel teníamos aquélla pastilla de jabón cuadrada y grande, éramos nueve hermanos, la ropa iba pasando del mayor a los demás, no teníamos paraguas ni guantes

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  2. Me siento identificado en el transcurrir del relato, pués también el tiempo reflejado en esas manecillas, ha sido implacable, recordandome mis tiempos pasados haciéndome recordar, mi infancia y mi presente, cuando mi familia emigró a Barcelona, yendo a parar al costado del Borne, cuando con tres añitos, andaba casi todo el día solo, entre esas calles tan angostas, cuando entraba en el Borne y me encarama al primer puesto que encontraba pidiendo unas almendras, una manzana o lo que fuere, siempre me daban algo;vivíamos realquilados y no había agua caliente, como gel teníamos aquélla pastilla de jabón cuadrada y grande, éramos nueve hermanos, la ropa iba pasando del mayor a los demás, no teníamos paraguas ni guantes

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